Peter De Bruyne es uno de los 200 inmigrantes belgas con residencia en la Argentina; a pesar de las estafas que sufrió, ama vivir en Tigre y no piensa en volver a su país de origen
Peter De Bruyne vino de vacaciones desde Flandes, una región de Bélgica, hace poco más de tres años; se enamoró y decidió quedarse con el "amor de su vida" en la Argentina. Con su pareja diseñó un proyecto inmobiliario millonario y juntos lo llevaron adelante.
Pero en el trayecto, Peter tuvo algunas decepciones. Además de separarse, cuenta que varias veces intentaron estafarlo y que una vez llegó a perder 200.000 pesos por una maniobra un tanto arbitraria de un estudio de abogados. Sin embargo, este joven emprendedor aún conserva la ilusión de vivir en el país y dice estar aprendiendo a manejarse distinto: a confiar menos.
"Hay una forma de discriminación que siento y es cuando abro mi boca y piensan: 'Es un chico con euros, vamos a poner el precio un poco más alto' ", relata este administrador de empresas que aclara que sólo se refiere a comerciantes y abogados de la Ciudad de Buenos Aires, no así a los isleños de Tigre, donde eligió instalarse.
Es mediodía y él dice tener todo el tiempo del mundo para conversar: la entrevista con lanacion.com transcurre en el mercado de frutos, donde aprovecha para hacer algunas compras.
Siempre sonriente, se excusa por su escaso vocabulario en español y se toma algunos minutos para explayarse y explicar lo que más le gusta de Tigre, así como lo que le molesta de lo que conoce hasta el momento de la Argentina. "Soy un poco bruto para decir -aclara en su medio castellano- pero los porteños miran mucho el dinero y están muy ocupados en las pequeñas letras para ver cómo nos van a estafar".
En los últimos cinco años, casi 200 belgas pidieron residencia en el país, según cifras de la Dirección Nacional de Migraciones del Ministerio del Interior de la Nación. Representan menos del 1% del total de la inmigración, pero en esta serie de historias con inmigrantes vip ( "A mí me favorece el efecto rubio" fue la primera y concluirá con "Lo trucho es la esencia de lo argentino") su visión ayuda a construir un poco cómo los extranjeros de países desarrollados, se sienten en la Argentina y por qué eligen este destino para vivir
"Yo estoy acá para hacer una empresa y ellos están pendientes, no por la continuación del proyecto, sino porque quieren quedarse con tu dinero", enfatiza quien eligió instalarse en una isla en el Delta para alejarse lo más posible de la ciudad de Buenos Aires, a la que considera un ambiente hostil.
En el delta inició dos proyectos: la construcción de un hotel boutique y un restaurante de lujo .
Según cuenta, otros compatriotas suyos también padecen la "viveza criolla" a la que él refiere. "Conozco alguna gente que tiene buenas empresas aquí y que piensan invertir en turismo", señala. "Este es un ámbito bastante abierto para moverse, es un país maravilloso. Y es fácil entrar, no hay muchas preguntas y cuando no tenés papeles también es fácil si sos belga. Es una ventaja que la Argentina no tenga controles estrictos", celebra. Aunque siempre vuelve a la necesidad del "tener cuidado para que no te estafen".
El costado social. Uno de los aspectos de la Argentina que a Peter "le duele", según afirma, es la pobreza y la desigualdad. Esa inquietud la plasmó en un tercer proyecto, pero sin fines de lucro: puso en marcha un centro cultural que incluye una biblioteca popular, con el objetivo de dar un apoyo educativo a los isleños del Delta.
La revista impresa Caraguata (aún no tiene su versión digital), testimonia su gestión social. En el ejemplar, que entrega orgulloso a lanacion.com , puede leerse la oferta de cursos, talleres, muestras, campamentos, poemas y cuentos, entre otros, que surgen del centro cultural.
Desde la pequeña isla donde vive, Peter reconoce que cada vez le cuesta más tomar una lancha y navegar hacia otros destinos. Incluso, confiesa que evita internarse en las ciudades. "Aquí me encanta vivir y soy libre, tengo la tranquilidad de la isla, y ni un pelo de mi cabeza piensa en volver a Bélgica", se toca su pelada y sonríe feliz.
"Si se maltrata al inmigrante pobre, no hay democracia"
El especialista en migraciones Alejandro Grimson, consultado por lanacion.com , explicó que todos los inmigrantes, tanto los pobres como los que vienen con dinero, colaboran con el desarrollo económico y social de un país y hacen a la diversidad cultural.
Luego se refirió al rol que le cabe al Estado en el tema, y señaló que éste debe darles igual trato a unos y otros. "Si nos regimos por parámetros democráticos y republicanos, se debería tratar a todos como iguales, de lo contrario estaríamos frente a una forma aristocrática y feudal de concebir las relaciones humanas", explicó. "No porque alguien tenga dinero y venga a hacer inversiones lo vamos a tratar mejor, no porque sea un inmigrante pobre se lo va a maltratar. Si esto ocurre no hay democracia".
http://www.lanacion.com.ar/1363628-inmigracion-vip-me-ven-y-piensan-en-euros
viernes, 8 de abril de 2011
lunes, 4 de abril de 2011
Más de 200 mil inmigrantes tratan de llegar a Estados Unidos
Inmigrantes en México atrapados en la "narcoguerra"
Cruzan el país en trenes de carga para llegar a EE.UU. Son más de 200.000 al año.
(PorGustavo Sierra)
La camioneta frenó en seco pero no pudo evitar el golpe contra el árbol ni el vuelco. En un segundo los 20 inmigrantes hondureños y salvadoreños que viajaban amontonados en la caja cayeron por un barranco. Había llovido mucho y la pendiente se convirtió en una montaña rusa. El barro los hacía resbalar, golpearse contra los arbustos y seguir hacia abajo. Terminaron a la vera de un pequeño río, sucios de pies a cabeza. Magullados pero con todos los huesos en su lugar. Las picaduras de unos enormes insectos y los alacranes venenosos que había por todos lados les hicieron subir la pendiente en menos tiempo que la habían bajado. Comenzaron a caminar hasta el puesto de El Aguila, en el estado mexicano de Tabasco. Allí se iban a montar al primer tren de carga, conocido como La Bestia o directamente “el tren de la muerte”, que los llevaría hacia el norte, hacia Estados Unidos. Ya llevaban tres días de viaje desde que cruzaron la frontera con Guatemala.
“Creíamos que habíamos pasado lo peor cuando en Tenosique nos corretearon los de la migra mexicana. Si te agarran te vas directo para afuera. Corrimos cada uno para un lado y terminé en un pantano con otros tres compadres. Escuchábamos que pasaban con los perros buscándonos. Una señora nos avisó que se habían ido y nos ayudó a lavar la ropa. Ahí pudimos montarnos al segundo tren que nos trajo hasta Palenque”, cuenta José Sarmiento, un chico de 23 años, que viene de Santa Bárbara, un pueblo campesino de Honduras y va hacia Jefferson City, en Tennessee, donde vivió por cuatro años y medio hasta que lo expulsaron hace tres meses. Lo esperan Mary, una compatriota de 26 años, y su hijo Wilman Aris, de 3 años. “Apenas nos habíamos subido al tren aparecieron unos mareros -de la pandilla Mara Salvatrucha que domina estas zonas-y tuvimos que darles unos 100 dólares por cabeza para que nos dejaran en paz. Se bajaron en un momento en que el tren se detiene para cambiar de vías y nosotros pudimos seguir hasta Coatzacoalcos y de ahí hasta acá en Medias Aguas”, sigue contando José mientras comemos unas tortillas con huevos rancheros y nopales, todo muy picante. Todavía le quedan más de 3.000 kilómetros hacia la frontera estadounidense y traspasar todo el territorio controlado por los diferentes carteles del narcotráfico. Esto sin contar la organización de traficantes que lo espera para hacerlo pasar por New México hasta la ciudad de Albuquerque tras el pago de 3.000 dólares a cada uno si el grupo supera las 10 personas, sino son 5.000.
José Sarmiento tuvo suerte muchos otros nunca logran completar el viaje. Oficialmente, en los últimos cuatro años desaparecieron unos 5.000 salvadoreños y otros 400 hondureños que intentaban la travesía. Cifras no exageradas si se tiene en cuenta que unos 1.000 salvadoreños, hondureños y guatemaltecos cruzan en forma ilegal la frontera de México cada día con el objetivo de llegar a Estados Unidos. Es imposible para estos campesinos conseguir una visa mexicana, les piden requisitos como poseer estudios secundarios y pasaporte en regla. En Estados Unidos residen 2,5 millones de salvadoreños que cada año envían unos 3.000 millones de dólares a sus familias, lo que representa el 16% del PBI del país. Los hondureños mandan otros 2.500 millones de dólares, lo que supera el 17% del PBI de su país.
El sacerdote Francisco Pelizzari de la Casa del Migrante de Guatemala, que dirigió otro albergue en los últimos años en Nuevo Laredo, en la frontera mexicana con Estados Unidos, asegura que los secuestros son constantes. “Escucho testimonios permanentes de migrantes que fueron secuestrados, golpeados, que se amenaza a sus familias. Se los llevan y los mantienen como animales en unas casas de seguridad hasta que logran que algún familiar les envíe al menos 500 dólares para que los liberen. Pero cuando salen están tan afectados sicológicamente que muchos ya no tienen las fuerzas para continuar su viaje”, dice el padre Pelizzari en una entrevista con el diario El Universal.
En Medias Aguas y en Tierra Blanca recojo varios testimonios sobre lo que ocurre pero la gente no quiere que se publique su nombre por temor a las represalias. “Vienen en sus camionetas, son dos o tres camionetas con vidrios polarizados y al menos dos sicarios atrás con sus cuernos (ametralladoras AK47). Obligan a unos 20 o 30 a subirse y se los llevan. La policía no hace nada y el ejército sólo arma retenes en lugares por donde los narcos nunca pasan”, explica uno de los testigos. Llevan a los migrantes a “casas de seguridad” y hacen el “descarte” de los secuestrados. Si pueden llamar a alguien que les envíe dinero, los mantienen. A los otros los largan en el desierto o, directamente, los matan. En septiembre del año pasado, en el estado de Tamaulipas aparecieron los cadáveres de 72 migrantes asesinados. Se atribuye la matanza a Los Zetas, uno de los carteles del narcotráfico (ver recuadro).
Los sicarios reciben los rescates a través de agencias internacionales de transferencia de dinero de las que ellos mismos tienen las concesiones. “Cuando estábamos secuestrados venía directamente un muchacho con la moto (de la agencia más famosa en todo el mundo) y les entregaba el dinero y la lista de los que lo habían enviado. Entraba el sicario y leía los nombres. Si algún apellido coincidía con el nuestro, nos podíamos levantar e irnos. De lo contrario, teníamos que seguir ahí donde de noche nos ataban con una cadena al cuello como a los perros”, es otro de los relatos de un hombre que intenta el viaje por sexta vez.
Mientras recorremos el sur de este estado de Veracruz donde las autoridades aseguran que todos estos son “hechos aislados”, el comandante de la Sexta Región Militar, René Aguilar Páez, anunció un exitoso operativo en el que se detuvo a 25 secuestradores y se liberaron 12 víctimas. También dijo que se detiene un promedio de un secuestrador cada tres días y que sólo en los tres primeros meses del año se encontró junto a los 133 sicarios detenidos 228 ametralladoras, 24.474 municiones, 53 granadas de fragmentación y 108 vehículos blindados. Todo esto en un solo estado que no es el “mas caliente”. En el norte del país estas cifras se multiplican por 10.
Al costado de las vías, en Tierra Blanca, me encuentro con Adela Trimiño, tiene 26 años y dejó cuatro hijos con su madre en Honduras. Un pariente le prometió trabajo en la cocina de un restaurante en Houston, Texas. Este es su cuarto intento por llegar a destino. “Todos creen que el problema es pasar la frontera con Estados Unidos y eso es lo de menos. Lo que cuesta es llegar hasta allá. Me robaron los mareros, tuve que pagar a la policía mexicana y me salvé por muy poco de que me secuestraran los sicarios... Pero a pesar de todo sigo intentándolo. Es la única esperanza de poder darle de comer a mis hijos”, dice con los ojos aguados y mirando al horizonte.
http://www.clarin.com/mundo/Inmigrantes-Mexico-atrapados-narcoguerra_0_456554389.html
Cruzan el país en trenes de carga para llegar a EE.UU. Son más de 200.000 al año.
(PorGustavo Sierra)
La camioneta frenó en seco pero no pudo evitar el golpe contra el árbol ni el vuelco. En un segundo los 20 inmigrantes hondureños y salvadoreños que viajaban amontonados en la caja cayeron por un barranco. Había llovido mucho y la pendiente se convirtió en una montaña rusa. El barro los hacía resbalar, golpearse contra los arbustos y seguir hacia abajo. Terminaron a la vera de un pequeño río, sucios de pies a cabeza. Magullados pero con todos los huesos en su lugar. Las picaduras de unos enormes insectos y los alacranes venenosos que había por todos lados les hicieron subir la pendiente en menos tiempo que la habían bajado. Comenzaron a caminar hasta el puesto de El Aguila, en el estado mexicano de Tabasco. Allí se iban a montar al primer tren de carga, conocido como La Bestia o directamente “el tren de la muerte”, que los llevaría hacia el norte, hacia Estados Unidos. Ya llevaban tres días de viaje desde que cruzaron la frontera con Guatemala.
“Creíamos que habíamos pasado lo peor cuando en Tenosique nos corretearon los de la migra mexicana. Si te agarran te vas directo para afuera. Corrimos cada uno para un lado y terminé en un pantano con otros tres compadres. Escuchábamos que pasaban con los perros buscándonos. Una señora nos avisó que se habían ido y nos ayudó a lavar la ropa. Ahí pudimos montarnos al segundo tren que nos trajo hasta Palenque”, cuenta José Sarmiento, un chico de 23 años, que viene de Santa Bárbara, un pueblo campesino de Honduras y va hacia Jefferson City, en Tennessee, donde vivió por cuatro años y medio hasta que lo expulsaron hace tres meses. Lo esperan Mary, una compatriota de 26 años, y su hijo Wilman Aris, de 3 años. “Apenas nos habíamos subido al tren aparecieron unos mareros -de la pandilla Mara Salvatrucha que domina estas zonas-y tuvimos que darles unos 100 dólares por cabeza para que nos dejaran en paz. Se bajaron en un momento en que el tren se detiene para cambiar de vías y nosotros pudimos seguir hasta Coatzacoalcos y de ahí hasta acá en Medias Aguas”, sigue contando José mientras comemos unas tortillas con huevos rancheros y nopales, todo muy picante. Todavía le quedan más de 3.000 kilómetros hacia la frontera estadounidense y traspasar todo el territorio controlado por los diferentes carteles del narcotráfico. Esto sin contar la organización de traficantes que lo espera para hacerlo pasar por New México hasta la ciudad de Albuquerque tras el pago de 3.000 dólares a cada uno si el grupo supera las 10 personas, sino son 5.000.
José Sarmiento tuvo suerte muchos otros nunca logran completar el viaje. Oficialmente, en los últimos cuatro años desaparecieron unos 5.000 salvadoreños y otros 400 hondureños que intentaban la travesía. Cifras no exageradas si se tiene en cuenta que unos 1.000 salvadoreños, hondureños y guatemaltecos cruzan en forma ilegal la frontera de México cada día con el objetivo de llegar a Estados Unidos. Es imposible para estos campesinos conseguir una visa mexicana, les piden requisitos como poseer estudios secundarios y pasaporte en regla. En Estados Unidos residen 2,5 millones de salvadoreños que cada año envían unos 3.000 millones de dólares a sus familias, lo que representa el 16% del PBI del país. Los hondureños mandan otros 2.500 millones de dólares, lo que supera el 17% del PBI de su país.
El sacerdote Francisco Pelizzari de la Casa del Migrante de Guatemala, que dirigió otro albergue en los últimos años en Nuevo Laredo, en la frontera mexicana con Estados Unidos, asegura que los secuestros son constantes. “Escucho testimonios permanentes de migrantes que fueron secuestrados, golpeados, que se amenaza a sus familias. Se los llevan y los mantienen como animales en unas casas de seguridad hasta que logran que algún familiar les envíe al menos 500 dólares para que los liberen. Pero cuando salen están tan afectados sicológicamente que muchos ya no tienen las fuerzas para continuar su viaje”, dice el padre Pelizzari en una entrevista con el diario El Universal.
En Medias Aguas y en Tierra Blanca recojo varios testimonios sobre lo que ocurre pero la gente no quiere que se publique su nombre por temor a las represalias. “Vienen en sus camionetas, son dos o tres camionetas con vidrios polarizados y al menos dos sicarios atrás con sus cuernos (ametralladoras AK47). Obligan a unos 20 o 30 a subirse y se los llevan. La policía no hace nada y el ejército sólo arma retenes en lugares por donde los narcos nunca pasan”, explica uno de los testigos. Llevan a los migrantes a “casas de seguridad” y hacen el “descarte” de los secuestrados. Si pueden llamar a alguien que les envíe dinero, los mantienen. A los otros los largan en el desierto o, directamente, los matan. En septiembre del año pasado, en el estado de Tamaulipas aparecieron los cadáveres de 72 migrantes asesinados. Se atribuye la matanza a Los Zetas, uno de los carteles del narcotráfico (ver recuadro).
Los sicarios reciben los rescates a través de agencias internacionales de transferencia de dinero de las que ellos mismos tienen las concesiones. “Cuando estábamos secuestrados venía directamente un muchacho con la moto (de la agencia más famosa en todo el mundo) y les entregaba el dinero y la lista de los que lo habían enviado. Entraba el sicario y leía los nombres. Si algún apellido coincidía con el nuestro, nos podíamos levantar e irnos. De lo contrario, teníamos que seguir ahí donde de noche nos ataban con una cadena al cuello como a los perros”, es otro de los relatos de un hombre que intenta el viaje por sexta vez.
Mientras recorremos el sur de este estado de Veracruz donde las autoridades aseguran que todos estos son “hechos aislados”, el comandante de la Sexta Región Militar, René Aguilar Páez, anunció un exitoso operativo en el que se detuvo a 25 secuestradores y se liberaron 12 víctimas. También dijo que se detiene un promedio de un secuestrador cada tres días y que sólo en los tres primeros meses del año se encontró junto a los 133 sicarios detenidos 228 ametralladoras, 24.474 municiones, 53 granadas de fragmentación y 108 vehículos blindados. Todo esto en un solo estado que no es el “mas caliente”. En el norte del país estas cifras se multiplican por 10.
Al costado de las vías, en Tierra Blanca, me encuentro con Adela Trimiño, tiene 26 años y dejó cuatro hijos con su madre en Honduras. Un pariente le prometió trabajo en la cocina de un restaurante en Houston, Texas. Este es su cuarto intento por llegar a destino. “Todos creen que el problema es pasar la frontera con Estados Unidos y eso es lo de menos. Lo que cuesta es llegar hasta allá. Me robaron los mareros, tuve que pagar a la policía mexicana y me salvé por muy poco de que me secuestraran los sicarios... Pero a pesar de todo sigo intentándolo. Es la única esperanza de poder darle de comer a mis hijos”, dice con los ojos aguados y mirando al horizonte.
http://www.clarin.com/mundo/Inmigrantes-Mexico-atrapados-narcoguerra_0_456554389.html
domingo, 3 de abril de 2011
Todo por una vida mejor... ¡hasta la vida...!
Los jinetes de La Bestia (Por Gustavo Sierra - Clarín)
Son los 200.000 inmigrantes que se montan cada año a los “trenes de la muerte” para cruzar México y llegar a EE.UU. Los narcotraficantes los asaltan o secuestran. Muchos mueren en el intento.
Nota: Se recomienda entrar en la web y ver el video que acompaña esta nota.
El chirrido del acero penetra en el cerebro como un aguijón. Todos los que están montados a La Bestia cierran los ojos y algunos tapan sus oídos sin mayores resultados. Marlene y Erick dicen que entre el ruido y los barquinazos del tren están con dolor de cabeza permanente. El Moncho, Alexis y Álvaro ya no se quejan. Hace doce días que están arriba de estos convoyes de carga sin dormir más de cuatro horas seguidas y parecen anestesiados. “Tienes que concentrarte en una vieja (chica) o algo así y no pensar en tu raza (gente, familia) ni nada. Así te vas olvidando de que estás sobre este chingado (maldito) tren y que todavía vas a estar mucho más”, es la filosofía de Erick. ¿Y no es mejor pensar en lo que te vas a encontrar, en el futuro? “No, eso es también una chingadera (cagada). No sabemos qué vamos a encontrar”. ¿Pero no van a Estados Unidos por el “Sueño Americano”? “Vamos por la falta de sueños “catracho” (así denominan a los hondureños), porque en Honduras no hay futuro. En Estados Unidos, al menos hay trabajo”. El golpetazo de la curva que lanza el vagón a un lado y otro como un latigazo interrumpe cualquier charla. El Moncho casi se cae. Alexis lo agarró de un brazo. Ya vieron cómo se caían tres muchachos en el camino y nadie sabe en qué estado quedaron. Montar a la Bestia es como estar en un rodeo. En vez de caballo hay hierros. En vez de ruedo hay vías. En vez de domadores hay muchachos desesperados. Son los centroamericanos que escapan de la pobreza de sus países, más de 200.000 cada año, se trepan a los trenes de carga que cruzan México en un raid que les puede llevar hasta un mes en los que están expuestos a robos, violaciones, secuestros, mordeduras de animales, amputaciones y hasta la muerte para intentar llegar a Estados Unidos en busca de un trabajo, de un futuro. A estos ferrocarriles se los conoce como “el tren de la muerte” o simplemente “La Bestia”. Los jinetes tienen entre 15 y 30 años y se juegan la vida intentando domar a ese animal de acero.
Marlene Funes tiene 23 años, los ojos de un peluche y la remera rosa de la Pink Panther. No tiene mucha idea de lo que está haciendo. Sigue a Erick Ávila, de 34, que ya vivió 9 años en Manasas, Virginia, trabajando como pintor en una constructora y que deportaron hace seis meses hacia Tegucigalpa. Ahora lo intenta de nuevo. “No tengo nada que perder. En Estados Unidos puedo ganar 5 o 6 dólares la hora. Eso es lo que me pagan en Honduras por tres días enteros de trabajo”, calcula Erick. Marlene dice que está dispuesta a trabajar de cualquier cosa menos de prostituta. Dejó en Tegucigalpa, con su mamá, a un hijo de seis años. El tren se acerca a Medias Aguas, un cruce de vías donde tendrán que estar muy atentos para no subirse a otro convoy que los desvíe de la ruta. Pero se quedarán acá a descansar el resto del día. Van a acompañar a Carlos Trejo, un compatriota de San Pedro Sula de 53 años, dos hijos y con 15 años trabajando en la construcción en Houston, Texas. Trejo está con un poco de fiebre y diarrea. “Fue lo que comí ayer en el albergue de los curas. Estaba muy picante. No estoy acostumbrado a comer tan picoso”, cuenta Trejo. Los otros lo esperan por solidaridad y porque ya es un veterano de esta travesía. La hizo seis veces en los últimos años y conoce cada refugio, cada tren. Ahora, por ejemplo, ya averiguó con uno de los trabajadores de la estación que el próximo carguero hacia Orizaba, en Veracruz, saldrá a las once de la noche y que habrá que tirarse antes de llegar, apenas disminuya la marcha, para evitar las patrullas de la policía federal mexicana que intenta que los inmigrantes no invadan ese importante centro de cargas de donde salen los trenes directos hacia la estación de Lecherías en el Distrito Federal mexicano.
La experiencia de Trejo no le evitó los robos a este grupo. “Primero fueron los policías. Apenas cruzamos la frontera (de Guatemala a México) nos pararon en Ciudad Hidalgo y les tuvimos que dar las pocas lempiras y pesos mexicanos que teníamos encima. Y después, cuando estábamos llegando a Arriaga, en Chiapas, aparecieron unos mareros (pandilleros) muy marihuanados (drogados) a los que le tuvimos que dar como mil dólares entre todos para que no nos entreguen a unos secuestradores”, cuenta Marlene en voz baja y con cierta vergüenza. El año pasado, de acuerdo a la Comisión de Derechos Humanos de México, fueron secuestrados oficialmente 9.758 migrantes centroamericanos. Aunque la mayoría nunca hace la denuncia. En general son secuestrados por grupos narcotraficantes como Los Zetas que piden hasta 3.000 dólares de rescate a los familiares o amigos que esperan en Estados Unidos. Se calcula que las organizaciones llegan a juntar cada año más de 25 millones de dólares en ganancias sólo de esta actividad. Las mujeres son también violadas. “Hasta ahora no tuve problema, pero si me pasara creo que prefiero antes tirarme del tren y matarme”, dice Marlene.
La locomotora azul acomoda los vagones en una tarea que requiere paciencia y precisión. Se van enganchando uno a uno hasta completar la formación de más de 40 vagones. Los de adelante están totalmente prohibidos. Llevan químicos. Cientos de migrantes murieron intoxicados en los últimos años cuando se metieron en estos vagones. Pero los de atrás son de cereales y containers. Cuando el convoy comienza a rodar salen decenas de muchachos y algunas chicas de entre el monte y comienza la loca carrera por montar a La Bestia. Corren a la par del tren por entre las piedras puntiagudas. Cualquier imprecisión puede significar caer y perder al grupo con el que se viaja, tener un duro golpe o que las piernas se vayan debajo de una rueda. Los más hábiles suben a la pequeña plataforma entre los vagones y le dan la mano a los más retrasados. A las chicas las levantan de la cola y el de arriba las tira sin mayores delicadezas. Lo intento. El tren es el revés del caballo: siempre se sube por la derecha. Corro con ellos y logro tomarme de un pasamanos. No se puede mantener la estabilidad en estas piedras. Los pies insisten en cruzarse uno al otro. Largo el salto con la pierna izquierda y me doy la tibia con el hierro del primer escalón. Llego con la pierna derecha. Me estabilizo. El tren va a baja velocidad, tal vez a 15 o 20 kilómetros por hora. Cuando creo que ya está, que dominé a La Bestia, viene el barquinazo. El convoy va hacia un lado y el vagón del que me agarré, para el otro. La gravedad me expulsa. Decido usar esa fuerza para bajarme, viajar en auto y esperar en el próximo cruce de vías. Los chicos que viajan hacia la frontera méxicoamericana, llevan ya entre 20 y 30 subidas y bajadas. Veo cómo se aleja el tren y las sombras de los pocos que están parados sobre los vagones. Uno levanta los brazos al viento en señal de victoria. Cree que domó a la bestia. No entiende que todavía tiene que estar montado en el acero otras dos semanas.
Unos 300 kilómetros más adelante, en el albergue de Tierra Blanca, la hermana Guadalupe está terminando de preparar una sopa de tortilla, caldo de pollo con trozos de verdura y pedacitos de la clásica tortilla mexicana de maíz con algún chile picante dando vuelta. También hay arroz y porotos negros. Esperan a los que vienen en el tren de la mañana. “Tenemos lugar para unos 50. Pero a veces nos vienen 300. Ahí sacamos las ollas a la calle y les servimos en una tortilla. No alcanzan los cubiertos ni nada”, cuenta la religiosa mientras se toma un descanso. Helios Cordero, un voluntario venido de la Ciudad de México, artesano y actor de 32 años, es el que se ocupa de organizar a los que van llegando. En la puerta les lee el código del lugar: sin armas ni drogas, deben dejar sus datos --incluido un teléfono para avisar a sus familiares en caso de ser necesario--, se pueden quedar hasta 24 horas, darse un baño y dormir en una de las pocas cuchetas. “Algunos vienen y nos piden toallas y champú como si esto fuera un hotel”, se queja Helios. Rosanna Paguada, de Tegucigalpa, 28 años, artista y cocinera y Erick Ríos, de Chinandega en Honduras, 25 años, colocador de alfombras, prefieren quedarse afuera. “Igual te dan comida y no le tenemos que andar dando explicaciones a las monjas”, dice Rosanna. Se conocieron con Erick en uno de los trenes y comparten el hecho de ser unos veteranos de este tipo de viajes y de estadía en Estados Unidos. Los dos prácticamente se criaron allí, uno en Tennessee y el otro en Texas, y vuelven después de ser deportados hace unos tres meses. Los esperan sus hijos y parejas. Rossana tiene un niño de 9 años. Erick, una bebé de meses. Ella me muestra en su celular un video clip del cantante de música country Marcus Humman. “Me dedicó una canción que lleva mi nombre, Rossana, y actué en el video”, cuenta. ¿Cómo es posible, entonces, que te hayan deportado? “Pasé 15 años en Nashville pero nunca terminé de hacer los papeles. Por una cosa u otra nunca tuve la residencia. Hasta que un día me paró una camioneta de migraciones y me llevó. Estuve en la cárcel como un mes, después me metieron en un avión hacia Tegucigalpa. Pero no tengo nada que hacer ahí. Mi vida está en Tennesse”.
El grueso de los que bajan del tren van directamente hacia la estación de Tierra Blanca. Ahí, a unos cien metros está la planta purificadora de agua de Isidro Carrizal. Hay al menos unos 60 inmigrantes esperando que salga el tren de la tarde hacia Orizaba, el nudo ferroviario donde pueden alcanzar otro tren que los lleve hacia el norte. “Ayer mismo había acá como 400 personas. No dábamos abasto. Estuvimos cocinando y dándoles de comer durante casi seis horas. Hoy son menos y se las están arreglando bastante bien ellos mismos”, comenta Isidro mientras tres muchachos cortan leña, otros dos calientan el aceite para fritar las tortillas y calculan cuántos kilos de arroz van a necesitar. Mary, una laica católica delgada y movediza, los dirige y luego los convence de esperar unos minutos antes de comer para rezar. “Señor protege a estos muchachos de los peligros del camino, que no sean atacados por las bandas criminales, que no sean golpeados”, invoca Mary. Todos cierran los ojos y escuchan. Una chica con una remera con la imagen de la virgen negra de Guadalupe levanta los brazos al estilo evangelista. El olor de la comida recién hecha invade el final del rezo. Comen de a grupitos hablando en voz baja. Hay unos que no parecen ser muy confiables que permanecen del otro lado de las vías bajo un árbol para protegerse de los 37 grados con 90% de humedad. “Hay que tenerle un ojo a esos. Andaban jalados (drogados) y son capaces de chingarnos (jodernos)”, me cuenta por lo bajo Denis Chavarría que ya tuvo una muy mala experiencia cuando cruzó la frontera desde Guatemala hacia México y fue corrido por una clika (célula) de la Mara Salvatrucha (la pandilla internacional más temida). Se ocultó en la selva con otros compañeros y se salvó pero sabe que con ellos viaja gente que en cualquier momento lo puede asaltar y robarle los pocos dólares que tiene para pagar al pollero (traficante) que lo cruzará a Estados Unidos.
Adela Trimiño, tiene 26 años y cuatro hijos de 3,6,9 y 11 que dejó con su madre en San Lorenzo Valle, un pueblo de Honduras que vivía de la pesca y del trabajo que daba una empacadora de camarones. “Hace un año unos gringos compraron la empacadora y trajeron gente de otros lugares. No tomaron a ningún hondureño más. Nos quedamos sin nada”, cuenta esta gordita, inteligente, simpática y absolutamente determinada. Tiene el record de todos los que están allí. Es el cuarto viaje que intenta en tres meses. La primera vez la agarraron en la frontera mexicana. La segunda, llegó a Estados Unidos pero la arrestaron en el puente de Laredo. La última vez se enfermó y tuvo que regresar para recuperarse. Esta vez dice que es la definitiva. “Me espera un compadre con trabajo en la cocina de un restaurante de Houston y voy a llegar. Es la única esperanza de que mis hijos puedan comer”, dice mientras me pasa la receta de la “sopa maravilla”, en base a pescado y mariscos, una especialidad de su pueblo. Escucha asombrada Wendy García, también de 26 años y con tres chicos. Está viajando por primera vez junto a su marido a quien le prometieron un trabajo en Texas. “Espero que sea esta vez la definitiva. No aguantaría cuatro viajes como hizo Adela. Si tengo que volver y veo a mis hijos no me voy nunca más”, dice con una enorme angustia en su rostro.
Trrruuuunnnn. La sirena de la máquina despierta a todos del letargo. En apenas unos segundos se levantan, toman sus mochilas o bolsos destartalados y ya están al pie de la vía. La Bestia se mueve lenta pero el chirrido del acero friccionado anuncia que está por partir y se resiste a que la monten. Pero estas chicas y chicos no se dejan amedrentar. Uno a uno comienzan a correr al lado de los vagones y se cuelgan de los pasamanos. Veo que a Wendy la levantan en el aire y aterriza sobre la parrilla del primer descanso. Veo también como sube ágil hasta el techo José Sarmiento, el pibe de 23 años con el que estaba charlando en el momento en que salía el tren. Me cuenta que ya estuvo cuatro años y medio trabajando como plomero en Jefferson City, también en Tennesse, de donde lo expulsaron hace tres meses, que su pareja Mary y su hijo Wilman Aris, de 3 años, lo esperan allá y que se dirige a Albuquerque, en New México, donde tiene un contacto que lo ayudará. Cuando ya está en el tren le grito que espero verlo en cuatro horas más cuando el tren pase por Guadalupe-La Patrona, a unos 180 kilómetros, y que esté atento porque allí unas mujeres extraordinarias le arrojarán una bolsa con la cena y el agua que necesita para sobrevivir hasta la próxima parada. Un corcoveo de La Bestia oculta de mi vista a José hasta que lo veo resurgir como una sombra, saludando con la mano como un domador triunfante.
http://www.clarin.com/zona/jinetes-Bestia_0_455954615.html
Son los 200.000 inmigrantes que se montan cada año a los “trenes de la muerte” para cruzar México y llegar a EE.UU. Los narcotraficantes los asaltan o secuestran. Muchos mueren en el intento.
Nota: Se recomienda entrar en la web y ver el video que acompaña esta nota.
El chirrido del acero penetra en el cerebro como un aguijón. Todos los que están montados a La Bestia cierran los ojos y algunos tapan sus oídos sin mayores resultados. Marlene y Erick dicen que entre el ruido y los barquinazos del tren están con dolor de cabeza permanente. El Moncho, Alexis y Álvaro ya no se quejan. Hace doce días que están arriba de estos convoyes de carga sin dormir más de cuatro horas seguidas y parecen anestesiados. “Tienes que concentrarte en una vieja (chica) o algo así y no pensar en tu raza (gente, familia) ni nada. Así te vas olvidando de que estás sobre este chingado (maldito) tren y que todavía vas a estar mucho más”, es la filosofía de Erick. ¿Y no es mejor pensar en lo que te vas a encontrar, en el futuro? “No, eso es también una chingadera (cagada). No sabemos qué vamos a encontrar”. ¿Pero no van a Estados Unidos por el “Sueño Americano”? “Vamos por la falta de sueños “catracho” (así denominan a los hondureños), porque en Honduras no hay futuro. En Estados Unidos, al menos hay trabajo”. El golpetazo de la curva que lanza el vagón a un lado y otro como un latigazo interrumpe cualquier charla. El Moncho casi se cae. Alexis lo agarró de un brazo. Ya vieron cómo se caían tres muchachos en el camino y nadie sabe en qué estado quedaron. Montar a la Bestia es como estar en un rodeo. En vez de caballo hay hierros. En vez de ruedo hay vías. En vez de domadores hay muchachos desesperados. Son los centroamericanos que escapan de la pobreza de sus países, más de 200.000 cada año, se trepan a los trenes de carga que cruzan México en un raid que les puede llevar hasta un mes en los que están expuestos a robos, violaciones, secuestros, mordeduras de animales, amputaciones y hasta la muerte para intentar llegar a Estados Unidos en busca de un trabajo, de un futuro. A estos ferrocarriles se los conoce como “el tren de la muerte” o simplemente “La Bestia”. Los jinetes tienen entre 15 y 30 años y se juegan la vida intentando domar a ese animal de acero.
Marlene Funes tiene 23 años, los ojos de un peluche y la remera rosa de la Pink Panther. No tiene mucha idea de lo que está haciendo. Sigue a Erick Ávila, de 34, que ya vivió 9 años en Manasas, Virginia, trabajando como pintor en una constructora y que deportaron hace seis meses hacia Tegucigalpa. Ahora lo intenta de nuevo. “No tengo nada que perder. En Estados Unidos puedo ganar 5 o 6 dólares la hora. Eso es lo que me pagan en Honduras por tres días enteros de trabajo”, calcula Erick. Marlene dice que está dispuesta a trabajar de cualquier cosa menos de prostituta. Dejó en Tegucigalpa, con su mamá, a un hijo de seis años. El tren se acerca a Medias Aguas, un cruce de vías donde tendrán que estar muy atentos para no subirse a otro convoy que los desvíe de la ruta. Pero se quedarán acá a descansar el resto del día. Van a acompañar a Carlos Trejo, un compatriota de San Pedro Sula de 53 años, dos hijos y con 15 años trabajando en la construcción en Houston, Texas. Trejo está con un poco de fiebre y diarrea. “Fue lo que comí ayer en el albergue de los curas. Estaba muy picante. No estoy acostumbrado a comer tan picoso”, cuenta Trejo. Los otros lo esperan por solidaridad y porque ya es un veterano de esta travesía. La hizo seis veces en los últimos años y conoce cada refugio, cada tren. Ahora, por ejemplo, ya averiguó con uno de los trabajadores de la estación que el próximo carguero hacia Orizaba, en Veracruz, saldrá a las once de la noche y que habrá que tirarse antes de llegar, apenas disminuya la marcha, para evitar las patrullas de la policía federal mexicana que intenta que los inmigrantes no invadan ese importante centro de cargas de donde salen los trenes directos hacia la estación de Lecherías en el Distrito Federal mexicano.
La experiencia de Trejo no le evitó los robos a este grupo. “Primero fueron los policías. Apenas cruzamos la frontera (de Guatemala a México) nos pararon en Ciudad Hidalgo y les tuvimos que dar las pocas lempiras y pesos mexicanos que teníamos encima. Y después, cuando estábamos llegando a Arriaga, en Chiapas, aparecieron unos mareros (pandilleros) muy marihuanados (drogados) a los que le tuvimos que dar como mil dólares entre todos para que no nos entreguen a unos secuestradores”, cuenta Marlene en voz baja y con cierta vergüenza. El año pasado, de acuerdo a la Comisión de Derechos Humanos de México, fueron secuestrados oficialmente 9.758 migrantes centroamericanos. Aunque la mayoría nunca hace la denuncia. En general son secuestrados por grupos narcotraficantes como Los Zetas que piden hasta 3.000 dólares de rescate a los familiares o amigos que esperan en Estados Unidos. Se calcula que las organizaciones llegan a juntar cada año más de 25 millones de dólares en ganancias sólo de esta actividad. Las mujeres son también violadas. “Hasta ahora no tuve problema, pero si me pasara creo que prefiero antes tirarme del tren y matarme”, dice Marlene.
La locomotora azul acomoda los vagones en una tarea que requiere paciencia y precisión. Se van enganchando uno a uno hasta completar la formación de más de 40 vagones. Los de adelante están totalmente prohibidos. Llevan químicos. Cientos de migrantes murieron intoxicados en los últimos años cuando se metieron en estos vagones. Pero los de atrás son de cereales y containers. Cuando el convoy comienza a rodar salen decenas de muchachos y algunas chicas de entre el monte y comienza la loca carrera por montar a La Bestia. Corren a la par del tren por entre las piedras puntiagudas. Cualquier imprecisión puede significar caer y perder al grupo con el que se viaja, tener un duro golpe o que las piernas se vayan debajo de una rueda. Los más hábiles suben a la pequeña plataforma entre los vagones y le dan la mano a los más retrasados. A las chicas las levantan de la cola y el de arriba las tira sin mayores delicadezas. Lo intento. El tren es el revés del caballo: siempre se sube por la derecha. Corro con ellos y logro tomarme de un pasamanos. No se puede mantener la estabilidad en estas piedras. Los pies insisten en cruzarse uno al otro. Largo el salto con la pierna izquierda y me doy la tibia con el hierro del primer escalón. Llego con la pierna derecha. Me estabilizo. El tren va a baja velocidad, tal vez a 15 o 20 kilómetros por hora. Cuando creo que ya está, que dominé a La Bestia, viene el barquinazo. El convoy va hacia un lado y el vagón del que me agarré, para el otro. La gravedad me expulsa. Decido usar esa fuerza para bajarme, viajar en auto y esperar en el próximo cruce de vías. Los chicos que viajan hacia la frontera méxicoamericana, llevan ya entre 20 y 30 subidas y bajadas. Veo cómo se aleja el tren y las sombras de los pocos que están parados sobre los vagones. Uno levanta los brazos al viento en señal de victoria. Cree que domó a la bestia. No entiende que todavía tiene que estar montado en el acero otras dos semanas.
Unos 300 kilómetros más adelante, en el albergue de Tierra Blanca, la hermana Guadalupe está terminando de preparar una sopa de tortilla, caldo de pollo con trozos de verdura y pedacitos de la clásica tortilla mexicana de maíz con algún chile picante dando vuelta. También hay arroz y porotos negros. Esperan a los que vienen en el tren de la mañana. “Tenemos lugar para unos 50. Pero a veces nos vienen 300. Ahí sacamos las ollas a la calle y les servimos en una tortilla. No alcanzan los cubiertos ni nada”, cuenta la religiosa mientras se toma un descanso. Helios Cordero, un voluntario venido de la Ciudad de México, artesano y actor de 32 años, es el que se ocupa de organizar a los que van llegando. En la puerta les lee el código del lugar: sin armas ni drogas, deben dejar sus datos --incluido un teléfono para avisar a sus familiares en caso de ser necesario--, se pueden quedar hasta 24 horas, darse un baño y dormir en una de las pocas cuchetas. “Algunos vienen y nos piden toallas y champú como si esto fuera un hotel”, se queja Helios. Rosanna Paguada, de Tegucigalpa, 28 años, artista y cocinera y Erick Ríos, de Chinandega en Honduras, 25 años, colocador de alfombras, prefieren quedarse afuera. “Igual te dan comida y no le tenemos que andar dando explicaciones a las monjas”, dice Rosanna. Se conocieron con Erick en uno de los trenes y comparten el hecho de ser unos veteranos de este tipo de viajes y de estadía en Estados Unidos. Los dos prácticamente se criaron allí, uno en Tennessee y el otro en Texas, y vuelven después de ser deportados hace unos tres meses. Los esperan sus hijos y parejas. Rossana tiene un niño de 9 años. Erick, una bebé de meses. Ella me muestra en su celular un video clip del cantante de música country Marcus Humman. “Me dedicó una canción que lleva mi nombre, Rossana, y actué en el video”, cuenta. ¿Cómo es posible, entonces, que te hayan deportado? “Pasé 15 años en Nashville pero nunca terminé de hacer los papeles. Por una cosa u otra nunca tuve la residencia. Hasta que un día me paró una camioneta de migraciones y me llevó. Estuve en la cárcel como un mes, después me metieron en un avión hacia Tegucigalpa. Pero no tengo nada que hacer ahí. Mi vida está en Tennesse”.
El grueso de los que bajan del tren van directamente hacia la estación de Tierra Blanca. Ahí, a unos cien metros está la planta purificadora de agua de Isidro Carrizal. Hay al menos unos 60 inmigrantes esperando que salga el tren de la tarde hacia Orizaba, el nudo ferroviario donde pueden alcanzar otro tren que los lleve hacia el norte. “Ayer mismo había acá como 400 personas. No dábamos abasto. Estuvimos cocinando y dándoles de comer durante casi seis horas. Hoy son menos y se las están arreglando bastante bien ellos mismos”, comenta Isidro mientras tres muchachos cortan leña, otros dos calientan el aceite para fritar las tortillas y calculan cuántos kilos de arroz van a necesitar. Mary, una laica católica delgada y movediza, los dirige y luego los convence de esperar unos minutos antes de comer para rezar. “Señor protege a estos muchachos de los peligros del camino, que no sean atacados por las bandas criminales, que no sean golpeados”, invoca Mary. Todos cierran los ojos y escuchan. Una chica con una remera con la imagen de la virgen negra de Guadalupe levanta los brazos al estilo evangelista. El olor de la comida recién hecha invade el final del rezo. Comen de a grupitos hablando en voz baja. Hay unos que no parecen ser muy confiables que permanecen del otro lado de las vías bajo un árbol para protegerse de los 37 grados con 90% de humedad. “Hay que tenerle un ojo a esos. Andaban jalados (drogados) y son capaces de chingarnos (jodernos)”, me cuenta por lo bajo Denis Chavarría que ya tuvo una muy mala experiencia cuando cruzó la frontera desde Guatemala hacia México y fue corrido por una clika (célula) de la Mara Salvatrucha (la pandilla internacional más temida). Se ocultó en la selva con otros compañeros y se salvó pero sabe que con ellos viaja gente que en cualquier momento lo puede asaltar y robarle los pocos dólares que tiene para pagar al pollero (traficante) que lo cruzará a Estados Unidos.
Adela Trimiño, tiene 26 años y cuatro hijos de 3,6,9 y 11 que dejó con su madre en San Lorenzo Valle, un pueblo de Honduras que vivía de la pesca y del trabajo que daba una empacadora de camarones. “Hace un año unos gringos compraron la empacadora y trajeron gente de otros lugares. No tomaron a ningún hondureño más. Nos quedamos sin nada”, cuenta esta gordita, inteligente, simpática y absolutamente determinada. Tiene el record de todos los que están allí. Es el cuarto viaje que intenta en tres meses. La primera vez la agarraron en la frontera mexicana. La segunda, llegó a Estados Unidos pero la arrestaron en el puente de Laredo. La última vez se enfermó y tuvo que regresar para recuperarse. Esta vez dice que es la definitiva. “Me espera un compadre con trabajo en la cocina de un restaurante de Houston y voy a llegar. Es la única esperanza de que mis hijos puedan comer”, dice mientras me pasa la receta de la “sopa maravilla”, en base a pescado y mariscos, una especialidad de su pueblo. Escucha asombrada Wendy García, también de 26 años y con tres chicos. Está viajando por primera vez junto a su marido a quien le prometieron un trabajo en Texas. “Espero que sea esta vez la definitiva. No aguantaría cuatro viajes como hizo Adela. Si tengo que volver y veo a mis hijos no me voy nunca más”, dice con una enorme angustia en su rostro.
Trrruuuunnnn. La sirena de la máquina despierta a todos del letargo. En apenas unos segundos se levantan, toman sus mochilas o bolsos destartalados y ya están al pie de la vía. La Bestia se mueve lenta pero el chirrido del acero friccionado anuncia que está por partir y se resiste a que la monten. Pero estas chicas y chicos no se dejan amedrentar. Uno a uno comienzan a correr al lado de los vagones y se cuelgan de los pasamanos. Veo que a Wendy la levantan en el aire y aterriza sobre la parrilla del primer descanso. Veo también como sube ágil hasta el techo José Sarmiento, el pibe de 23 años con el que estaba charlando en el momento en que salía el tren. Me cuenta que ya estuvo cuatro años y medio trabajando como plomero en Jefferson City, también en Tennesse, de donde lo expulsaron hace tres meses, que su pareja Mary y su hijo Wilman Aris, de 3 años, lo esperan allá y que se dirige a Albuquerque, en New México, donde tiene un contacto que lo ayudará. Cuando ya está en el tren le grito que espero verlo en cuatro horas más cuando el tren pase por Guadalupe-La Patrona, a unos 180 kilómetros, y que esté atento porque allí unas mujeres extraordinarias le arrojarán una bolsa con la cena y el agua que necesita para sobrevivir hasta la próxima parada. Un corcoveo de La Bestia oculta de mi vista a José hasta que lo veo resurgir como una sombra, saludando con la mano como un domador triunfante.
http://www.clarin.com/zona/jinetes-Bestia_0_455954615.html
viernes, 1 de abril de 2011
Inmigrantes VIP
Inmigrantes vip: "A mí me favorece el efecto rubio"
Thomas Hagedorn es uno de los 954 alemanes que se instalaron legalmente en la Argentina en los últimos cinco años; dice que por su alta capacitación y su procedencia lo discriminan "positivamente"
El alemán Thomas Hagedorn espera a lanacion.com en su piso de San Telmo, un departamento que conserva la belleza de los edificios antiguos y la luz que llega de los ventanales frente a su escritorio. Este urbanista, que elige vivir en la Argentina hace ocho años, no se queja de su suerte.
"A mí me favorece el efecto rubio", reconoce este treintañero con residencia permanente en el país cuando se le consulta sobre cómo lo tratan los argentinos. Como él, 954 alemanes eligieron instalarse en la Argentina en los últimos cinco años, según cifras de la Dirección Nacional de Migraciones del Ministerio del Interior. La inmigración vip, esto es, de jóvenes profesionales llegados desde países desarrollados viene creciendo sin pausa.
Hace algunas semanas, el tema de agenda mediática eran los inmigrantes de países limítrofes, en muchos casos, repudiados desde algunos sectores de la opinión pública por ser los supuestos causantes de adueñarse ilegalmente de terrenos, ocupar puestos de trabajo locales, generar disturbios o delinquir.
En este contexto, lanacion.com invitó a un profesional alemán que trabaja como docente en la UBA y como asesor del gobierno nacional en materia urbanística a conversar sobre las razones personales por las que eligió cambiar su país de residencia, su experiencia como inmigrante y, también, sobre su mirada acerca de la inmigración.
"¿Discriminación por ser extranjero?", repregunta el entrevistado, sonríe y se acomoda en su sillón de dos cuerpos. "Discriminación positiva siento; a nosotros nos favorece el efecto rubio", dice en un castellano bien aprendido, pero que conserva un tono de inocultable extranjero. Y se explaya: "Veo a los porteños muy interesados en mí, en mi historia, en cómo percibo su ciudad, su país; nunca sentí discriminación negativa en ningún sentido".
Hagedorn, que está al tanto de las últimas reacciones xenófobas contra inmigrantes latinoamericanos, trata de encontrar respuestas a estas diferencias que percibe con quienes considera hermanos migrantes. "Tal vez tiene que ver con mi descendencia, con el hecho de ser europeo, algo que se percibe como un valor porque muchos de los abuelos de ustedes vinieron de Europa, nos tienen un poco como familiares", explica este joven que hace años eligió la Argentina para vivir porque acá lo encontró el amor. Y arriesga una explicación más específica sobre quienes llegan de su país. "Especialmente a Alemania se le tiene un cierto respeto como país, por la capacidad tecnológica y su orden como sociedad".
Por contraste, con otros extranjeros, ¿qué pasa?, pregunta lanacion.com. "Creo que los bolivianos, paraguayos, peruanos están percibidos de otra manera; vienen de otros países, de sistemas sociales y culturales distintos y, además, tienen más necesidad económica que un europeo. Para ellos, es pura necesidad estar acá, adaptarse, tener trabajo; para un europeo es diferente porque si las cosas andan bien se queda: si no, se vuelve a Europa, donde hay muchas oportunidades", contrasta.
Y ejemplifica con su caso. Pese a tener trabajo en lo suyo, en la Argentina no se imagina quedándose por mucho tiempo aquí: "En Alemania se puede proyectar una carrera; el problema de acá es que uno no puede planificar nada más allá de unos meses o un año". Esa imprevisión, sumada a la desigualdad social que considera inadmisible, lo invitan a retornar a su tierra.
La idealización de europeos
Idealizar a algunos, vincularlos a la salvación de la sociedad; denostar a otros, chivos expiatorios de las propias crisis. Consultado por lanacion.com, el especialista en migraciones Alejandro Grimson habla del imaginario argentino porque considera que desde allí pueden explicarse muchas cosas. "Por la pregnancia de un imaginario europeísta, los argentinos siempre se jactaron de no haber discriminado", dice.
Y se explaya: "Cuando era chico los relatos decían que acá no hay racismo porque no hay negros ni indios; los sectores más progresistas decían que no hay porque los mataron a todos, por lo que afirmaban lo que decían denunciar: porque acá sí hay negros e indios; hay afrodescendientes (3%) y, proporcionalmente al total de población, hay más indígenas que en Brasil; sin contar lo que entiendo que es la mitad de la población, que tiene alguna ascendencia indígena mezclada".
El especialista se detiene luego en la discriminación positiva hacia europeos y estadounidenses y apunta que está vinculada con la percepción de que la Argentina es un país "imperfectamente" europeo. "Ellos vendrían a ser los perfectamente europeos que nos van a ayudar a ser más como queremos".
Inmigración: la contracara de los prejuicios Cuando estallaron los violentos incidentes en Villa Soldati, lanacion.com publicó una serie de notas sobre historias de vida de inmigrantes de países limítrofes. Los otros extranjeros.
- Es inmigrante, vive en una casilla y salió abanderada
- "Por no tener DNI me negaron la atención médica y quedé ciega"
- Inmigrantes que combaten la pobreza
Fuente:
http://www.lanacion.com.ar/1361731-inmigrantes-vip-a-mi-me-favorece-el-efecto-rubio
Thomas Hagedorn es uno de los 954 alemanes que se instalaron legalmente en la Argentina en los últimos cinco años; dice que por su alta capacitación y su procedencia lo discriminan "positivamente"
El alemán Thomas Hagedorn espera a lanacion.com en su piso de San Telmo, un departamento que conserva la belleza de los edificios antiguos y la luz que llega de los ventanales frente a su escritorio. Este urbanista, que elige vivir en la Argentina hace ocho años, no se queja de su suerte.
"A mí me favorece el efecto rubio", reconoce este treintañero con residencia permanente en el país cuando se le consulta sobre cómo lo tratan los argentinos. Como él, 954 alemanes eligieron instalarse en la Argentina en los últimos cinco años, según cifras de la Dirección Nacional de Migraciones del Ministerio del Interior. La inmigración vip, esto es, de jóvenes profesionales llegados desde países desarrollados viene creciendo sin pausa.
Hace algunas semanas, el tema de agenda mediática eran los inmigrantes de países limítrofes, en muchos casos, repudiados desde algunos sectores de la opinión pública por ser los supuestos causantes de adueñarse ilegalmente de terrenos, ocupar puestos de trabajo locales, generar disturbios o delinquir.
En este contexto, lanacion.com invitó a un profesional alemán que trabaja como docente en la UBA y como asesor del gobierno nacional en materia urbanística a conversar sobre las razones personales por las que eligió cambiar su país de residencia, su experiencia como inmigrante y, también, sobre su mirada acerca de la inmigración.
"¿Discriminación por ser extranjero?", repregunta el entrevistado, sonríe y se acomoda en su sillón de dos cuerpos. "Discriminación positiva siento; a nosotros nos favorece el efecto rubio", dice en un castellano bien aprendido, pero que conserva un tono de inocultable extranjero. Y se explaya: "Veo a los porteños muy interesados en mí, en mi historia, en cómo percibo su ciudad, su país; nunca sentí discriminación negativa en ningún sentido".
Hagedorn, que está al tanto de las últimas reacciones xenófobas contra inmigrantes latinoamericanos, trata de encontrar respuestas a estas diferencias que percibe con quienes considera hermanos migrantes. "Tal vez tiene que ver con mi descendencia, con el hecho de ser europeo, algo que se percibe como un valor porque muchos de los abuelos de ustedes vinieron de Europa, nos tienen un poco como familiares", explica este joven que hace años eligió la Argentina para vivir porque acá lo encontró el amor. Y arriesga una explicación más específica sobre quienes llegan de su país. "Especialmente a Alemania se le tiene un cierto respeto como país, por la capacidad tecnológica y su orden como sociedad".
Por contraste, con otros extranjeros, ¿qué pasa?, pregunta lanacion.com. "Creo que los bolivianos, paraguayos, peruanos están percibidos de otra manera; vienen de otros países, de sistemas sociales y culturales distintos y, además, tienen más necesidad económica que un europeo. Para ellos, es pura necesidad estar acá, adaptarse, tener trabajo; para un europeo es diferente porque si las cosas andan bien se queda: si no, se vuelve a Europa, donde hay muchas oportunidades", contrasta.
Y ejemplifica con su caso. Pese a tener trabajo en lo suyo, en la Argentina no se imagina quedándose por mucho tiempo aquí: "En Alemania se puede proyectar una carrera; el problema de acá es que uno no puede planificar nada más allá de unos meses o un año". Esa imprevisión, sumada a la desigualdad social que considera inadmisible, lo invitan a retornar a su tierra.
La idealización de europeos
Idealizar a algunos, vincularlos a la salvación de la sociedad; denostar a otros, chivos expiatorios de las propias crisis. Consultado por lanacion.com, el especialista en migraciones Alejandro Grimson habla del imaginario argentino porque considera que desde allí pueden explicarse muchas cosas. "Por la pregnancia de un imaginario europeísta, los argentinos siempre se jactaron de no haber discriminado", dice.
Y se explaya: "Cuando era chico los relatos decían que acá no hay racismo porque no hay negros ni indios; los sectores más progresistas decían que no hay porque los mataron a todos, por lo que afirmaban lo que decían denunciar: porque acá sí hay negros e indios; hay afrodescendientes (3%) y, proporcionalmente al total de población, hay más indígenas que en Brasil; sin contar lo que entiendo que es la mitad de la población, que tiene alguna ascendencia indígena mezclada".
El especialista se detiene luego en la discriminación positiva hacia europeos y estadounidenses y apunta que está vinculada con la percepción de que la Argentina es un país "imperfectamente" europeo. "Ellos vendrían a ser los perfectamente europeos que nos van a ayudar a ser más como queremos".
Inmigración: la contracara de los prejuicios Cuando estallaron los violentos incidentes en Villa Soldati, lanacion.com publicó una serie de notas sobre historias de vida de inmigrantes de países limítrofes. Los otros extranjeros.
- Es inmigrante, vive en una casilla y salió abanderada
- "Por no tener DNI me negaron la atención médica y quedé ciega"
- Inmigrantes que combaten la pobreza
Fuente:
http://www.lanacion.com.ar/1361731-inmigrantes-vip-a-mi-me-favorece-el-efecto-rubio
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