Los jinetes de La Bestia (Por Gustavo Sierra - Clarín)
Son los 200.000 inmigrantes que se montan cada año a los “trenes de la muerte” para cruzar México y llegar a EE.UU. Los narcotraficantes los asaltan o secuestran. Muchos mueren en el intento.
Nota: Se recomienda entrar en la web y ver el video que acompaña esta nota.
El chirrido del acero penetra en el cerebro como un aguijón. Todos los que están montados a La Bestia cierran los ojos y algunos tapan sus oídos sin mayores resultados. Marlene y Erick dicen que entre el ruido y los barquinazos del tren están con dolor de cabeza permanente. El Moncho, Alexis y Álvaro ya no se quejan. Hace doce días que están arriba de estos convoyes de carga sin dormir más de cuatro horas seguidas y parecen anestesiados. “Tienes que concentrarte en una vieja (chica) o algo así y no pensar en tu raza (gente, familia) ni nada. Así te vas olvidando de que estás sobre este chingado (maldito) tren y que todavía vas a estar mucho más”, es la filosofía de Erick. ¿Y no es mejor pensar en lo que te vas a encontrar, en el futuro? “No, eso es también una chingadera (cagada). No sabemos qué vamos a encontrar”. ¿Pero no van a Estados Unidos por el “Sueño Americano”? “Vamos por la falta de sueños “catracho” (así denominan a los hondureños), porque en Honduras no hay futuro. En Estados Unidos, al menos hay trabajo”. El golpetazo de la curva que lanza el vagón a un lado y otro como un latigazo interrumpe cualquier charla. El Moncho casi se cae. Alexis lo agarró de un brazo. Ya vieron cómo se caían tres muchachos en el camino y nadie sabe en qué estado quedaron. Montar a la Bestia es como estar en un rodeo. En vez de caballo hay hierros. En vez de ruedo hay vías. En vez de domadores hay muchachos desesperados. Son los centroamericanos que escapan de la pobreza de sus países, más de 200.000 cada año, se trepan a los trenes de carga que cruzan México en un raid que les puede llevar hasta un mes en los que están expuestos a robos, violaciones, secuestros, mordeduras de animales, amputaciones y hasta la muerte para intentar llegar a Estados Unidos en busca de un trabajo, de un futuro. A estos ferrocarriles se los conoce como “el tren de la muerte” o simplemente “La Bestia”. Los jinetes tienen entre 15 y 30 años y se juegan la vida intentando domar a ese animal de acero.
Marlene Funes tiene 23 años, los ojos de un peluche y la remera rosa de la Pink Panther. No tiene mucha idea de lo que está haciendo. Sigue a Erick Ávila, de 34, que ya vivió 9 años en Manasas, Virginia, trabajando como pintor en una constructora y que deportaron hace seis meses hacia Tegucigalpa. Ahora lo intenta de nuevo. “No tengo nada que perder. En Estados Unidos puedo ganar 5 o 6 dólares la hora. Eso es lo que me pagan en Honduras por tres días enteros de trabajo”, calcula Erick. Marlene dice que está dispuesta a trabajar de cualquier cosa menos de prostituta. Dejó en Tegucigalpa, con su mamá, a un hijo de seis años. El tren se acerca a Medias Aguas, un cruce de vías donde tendrán que estar muy atentos para no subirse a otro convoy que los desvíe de la ruta. Pero se quedarán acá a descansar el resto del día. Van a acompañar a Carlos Trejo, un compatriota de San Pedro Sula de 53 años, dos hijos y con 15 años trabajando en la construcción en Houston, Texas. Trejo está con un poco de fiebre y diarrea. “Fue lo que comí ayer en el albergue de los curas. Estaba muy picante. No estoy acostumbrado a comer tan picoso”, cuenta Trejo. Los otros lo esperan por solidaridad y porque ya es un veterano de esta travesía. La hizo seis veces en los últimos años y conoce cada refugio, cada tren. Ahora, por ejemplo, ya averiguó con uno de los trabajadores de la estación que el próximo carguero hacia Orizaba, en Veracruz, saldrá a las once de la noche y que habrá que tirarse antes de llegar, apenas disminuya la marcha, para evitar las patrullas de la policía federal mexicana que intenta que los inmigrantes no invadan ese importante centro de cargas de donde salen los trenes directos hacia la estación de Lecherías en el Distrito Federal mexicano.
La experiencia de Trejo no le evitó los robos a este grupo. “Primero fueron los policías. Apenas cruzamos la frontera (de Guatemala a México) nos pararon en Ciudad Hidalgo y les tuvimos que dar las pocas lempiras y pesos mexicanos que teníamos encima. Y después, cuando estábamos llegando a Arriaga, en Chiapas, aparecieron unos mareros (pandilleros) muy marihuanados (drogados) a los que le tuvimos que dar como mil dólares entre todos para que no nos entreguen a unos secuestradores”, cuenta Marlene en voz baja y con cierta vergüenza. El año pasado, de acuerdo a la Comisión de Derechos Humanos de México, fueron secuestrados oficialmente 9.758 migrantes centroamericanos. Aunque la mayoría nunca hace la denuncia. En general son secuestrados por grupos narcotraficantes como Los Zetas que piden hasta 3.000 dólares de rescate a los familiares o amigos que esperan en Estados Unidos. Se calcula que las organizaciones llegan a juntar cada año más de 25 millones de dólares en ganancias sólo de esta actividad. Las mujeres son también violadas. “Hasta ahora no tuve problema, pero si me pasara creo que prefiero antes tirarme del tren y matarme”, dice Marlene.
La locomotora azul acomoda los vagones en una tarea que requiere paciencia y precisión. Se van enganchando uno a uno hasta completar la formación de más de 40 vagones. Los de adelante están totalmente prohibidos. Llevan químicos. Cientos de migrantes murieron intoxicados en los últimos años cuando se metieron en estos vagones. Pero los de atrás son de cereales y containers. Cuando el convoy comienza a rodar salen decenas de muchachos y algunas chicas de entre el monte y comienza la loca carrera por montar a La Bestia. Corren a la par del tren por entre las piedras puntiagudas. Cualquier imprecisión puede significar caer y perder al grupo con el que se viaja, tener un duro golpe o que las piernas se vayan debajo de una rueda. Los más hábiles suben a la pequeña plataforma entre los vagones y le dan la mano a los más retrasados. A las chicas las levantan de la cola y el de arriba las tira sin mayores delicadezas. Lo intento. El tren es el revés del caballo: siempre se sube por la derecha. Corro con ellos y logro tomarme de un pasamanos. No se puede mantener la estabilidad en estas piedras. Los pies insisten en cruzarse uno al otro. Largo el salto con la pierna izquierda y me doy la tibia con el hierro del primer escalón. Llego con la pierna derecha. Me estabilizo. El tren va a baja velocidad, tal vez a 15 o 20 kilómetros por hora. Cuando creo que ya está, que dominé a La Bestia, viene el barquinazo. El convoy va hacia un lado y el vagón del que me agarré, para el otro. La gravedad me expulsa. Decido usar esa fuerza para bajarme, viajar en auto y esperar en el próximo cruce de vías. Los chicos que viajan hacia la frontera méxicoamericana, llevan ya entre 20 y 30 subidas y bajadas. Veo cómo se aleja el tren y las sombras de los pocos que están parados sobre los vagones. Uno levanta los brazos al viento en señal de victoria. Cree que domó a la bestia. No entiende que todavía tiene que estar montado en el acero otras dos semanas.
Unos 300 kilómetros más adelante, en el albergue de Tierra Blanca, la hermana Guadalupe está terminando de preparar una sopa de tortilla, caldo de pollo con trozos de verdura y pedacitos de la clásica tortilla mexicana de maíz con algún chile picante dando vuelta. También hay arroz y porotos negros. Esperan a los que vienen en el tren de la mañana. “Tenemos lugar para unos 50. Pero a veces nos vienen 300. Ahí sacamos las ollas a la calle y les servimos en una tortilla. No alcanzan los cubiertos ni nada”, cuenta la religiosa mientras se toma un descanso. Helios Cordero, un voluntario venido de la Ciudad de México, artesano y actor de 32 años, es el que se ocupa de organizar a los que van llegando. En la puerta les lee el código del lugar: sin armas ni drogas, deben dejar sus datos --incluido un teléfono para avisar a sus familiares en caso de ser necesario--, se pueden quedar hasta 24 horas, darse un baño y dormir en una de las pocas cuchetas. “Algunos vienen y nos piden toallas y champú como si esto fuera un hotel”, se queja Helios. Rosanna Paguada, de Tegucigalpa, 28 años, artista y cocinera y Erick Ríos, de Chinandega en Honduras, 25 años, colocador de alfombras, prefieren quedarse afuera. “Igual te dan comida y no le tenemos que andar dando explicaciones a las monjas”, dice Rosanna. Se conocieron con Erick en uno de los trenes y comparten el hecho de ser unos veteranos de este tipo de viajes y de estadía en Estados Unidos. Los dos prácticamente se criaron allí, uno en Tennessee y el otro en Texas, y vuelven después de ser deportados hace unos tres meses. Los esperan sus hijos y parejas. Rossana tiene un niño de 9 años. Erick, una bebé de meses. Ella me muestra en su celular un video clip del cantante de música country Marcus Humman. “Me dedicó una canción que lleva mi nombre, Rossana, y actué en el video”, cuenta. ¿Cómo es posible, entonces, que te hayan deportado? “Pasé 15 años en Nashville pero nunca terminé de hacer los papeles. Por una cosa u otra nunca tuve la residencia. Hasta que un día me paró una camioneta de migraciones y me llevó. Estuve en la cárcel como un mes, después me metieron en un avión hacia Tegucigalpa. Pero no tengo nada que hacer ahí. Mi vida está en Tennesse”.
El grueso de los que bajan del tren van directamente hacia la estación de Tierra Blanca. Ahí, a unos cien metros está la planta purificadora de agua de Isidro Carrizal. Hay al menos unos 60 inmigrantes esperando que salga el tren de la tarde hacia Orizaba, el nudo ferroviario donde pueden alcanzar otro tren que los lleve hacia el norte. “Ayer mismo había acá como 400 personas. No dábamos abasto. Estuvimos cocinando y dándoles de comer durante casi seis horas. Hoy son menos y se las están arreglando bastante bien ellos mismos”, comenta Isidro mientras tres muchachos cortan leña, otros dos calientan el aceite para fritar las tortillas y calculan cuántos kilos de arroz van a necesitar. Mary, una laica católica delgada y movediza, los dirige y luego los convence de esperar unos minutos antes de comer para rezar. “Señor protege a estos muchachos de los peligros del camino, que no sean atacados por las bandas criminales, que no sean golpeados”, invoca Mary. Todos cierran los ojos y escuchan. Una chica con una remera con la imagen de la virgen negra de Guadalupe levanta los brazos al estilo evangelista. El olor de la comida recién hecha invade el final del rezo. Comen de a grupitos hablando en voz baja. Hay unos que no parecen ser muy confiables que permanecen del otro lado de las vías bajo un árbol para protegerse de los 37 grados con 90% de humedad. “Hay que tenerle un ojo a esos. Andaban jalados (drogados) y son capaces de chingarnos (jodernos)”, me cuenta por lo bajo Denis Chavarría que ya tuvo una muy mala experiencia cuando cruzó la frontera desde Guatemala hacia México y fue corrido por una clika (célula) de la Mara Salvatrucha (la pandilla internacional más temida). Se ocultó en la selva con otros compañeros y se salvó pero sabe que con ellos viaja gente que en cualquier momento lo puede asaltar y robarle los pocos dólares que tiene para pagar al pollero (traficante) que lo cruzará a Estados Unidos.
Adela Trimiño, tiene 26 años y cuatro hijos de 3,6,9 y 11 que dejó con su madre en San Lorenzo Valle, un pueblo de Honduras que vivía de la pesca y del trabajo que daba una empacadora de camarones. “Hace un año unos gringos compraron la empacadora y trajeron gente de otros lugares. No tomaron a ningún hondureño más. Nos quedamos sin nada”, cuenta esta gordita, inteligente, simpática y absolutamente determinada. Tiene el record de todos los que están allí. Es el cuarto viaje que intenta en tres meses. La primera vez la agarraron en la frontera mexicana. La segunda, llegó a Estados Unidos pero la arrestaron en el puente de Laredo. La última vez se enfermó y tuvo que regresar para recuperarse. Esta vez dice que es la definitiva. “Me espera un compadre con trabajo en la cocina de un restaurante de Houston y voy a llegar. Es la única esperanza de que mis hijos puedan comer”, dice mientras me pasa la receta de la “sopa maravilla”, en base a pescado y mariscos, una especialidad de su pueblo. Escucha asombrada Wendy García, también de 26 años y con tres chicos. Está viajando por primera vez junto a su marido a quien le prometieron un trabajo en Texas. “Espero que sea esta vez la definitiva. No aguantaría cuatro viajes como hizo Adela. Si tengo que volver y veo a mis hijos no me voy nunca más”, dice con una enorme angustia en su rostro.
Trrruuuunnnn. La sirena de la máquina despierta a todos del letargo. En apenas unos segundos se levantan, toman sus mochilas o bolsos destartalados y ya están al pie de la vía. La Bestia se mueve lenta pero el chirrido del acero friccionado anuncia que está por partir y se resiste a que la monten. Pero estas chicas y chicos no se dejan amedrentar. Uno a uno comienzan a correr al lado de los vagones y se cuelgan de los pasamanos. Veo que a Wendy la levantan en el aire y aterriza sobre la parrilla del primer descanso. Veo también como sube ágil hasta el techo José Sarmiento, el pibe de 23 años con el que estaba charlando en el momento en que salía el tren. Me cuenta que ya estuvo cuatro años y medio trabajando como plomero en Jefferson City, también en Tennesse, de donde lo expulsaron hace tres meses, que su pareja Mary y su hijo Wilman Aris, de 3 años, lo esperan allá y que se dirige a Albuquerque, en New México, donde tiene un contacto que lo ayudará. Cuando ya está en el tren le grito que espero verlo en cuatro horas más cuando el tren pase por Guadalupe-La Patrona, a unos 180 kilómetros, y que esté atento porque allí unas mujeres extraordinarias le arrojarán una bolsa con la cena y el agua que necesita para sobrevivir hasta la próxima parada. Un corcoveo de La Bestia oculta de mi vista a José hasta que lo veo resurgir como una sombra, saludando con la mano como un domador triunfante.
http://www.clarin.com/zona/jinetes-Bestia_0_455954615.html
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